La habitación estaba en
silencio. Solo se oía su respiración agitada, irregular. Mi bebé —de apenas dos
meses— dormía con los ojos cerrados, aunque no sé si lo llamaría dormir. En su
pecho diminuto se notaba el esfuerzo que hacía por cada bocanada de aire. Una
mascarilla de oxígeno le cubría parte del rostro, demasiado grande para una
carita tan pequeña.
No me había movido de su
lado desde que entramos en este hospital. Inclinada sobre su cuna, le
acariciaba la frente una y otra vez, como si eso pudiera aliviar su dolor. Con
la otra mano, no dejaba de sostener la suya. Tenía miedo de soltarlo. Como si
hacerlo significara perderlo.
Lo había traído dos días
atrás. Bronquitis alérgica grave, dijeron. Le pusieron medicación enseguida,
pero nada parecía funcionar. Seguía igual, quizás peor. Yo lo sabía, lo sentía.
Y sin embargo, no podía hacer nada. Nunca en mi vida me sentí tan impotente.
El médico entró. Lo había
visto ya varias veces, siempre con expresión seria, pero humana. Se detuvo
junto a nosotros.
—¿Cómo está? —preguntó con
voz baja.
Lo miré a los ojos. Tenía
tanta rabia contenida, tanto miedo, que mis palabras salieron solas, como un
látigo.
—¡Dígamelo usted, doctor!
Sé que lo descolocó mi
respuesta. Pero no podía más. No quería esperanzas vacías, no quería palabras
suaves. Solo la verdad.
Él me explicó que habían
hecho todas las pruebas necesarias, que la medicación era la correcta, que
quizás en unos días comenzaría a mejorar. Asentí, sin decir mucho más.
—Esta noche estaré de
guardia —añadió—. Si necesita algo, no dude en llamarme.
—Sí… lo haré —le dije casi
en un susurro, sin apartar la vista de mi hijo.
Cuando se fue, el silencio
volvió. Un silencio que dolía. Sentí cómo el miedo se instalaba en mi pecho
como una piedra.
No sé cuánto tiempo había
pasado. Las horas eran densas, inmóviles. Yo seguía allí, vigilando cada
movimiento de su pecho, cada leve sonido que emitía. Entonces, algo cambió. Fue
casi imperceptible, pero lo supe al instante: su respiración se volvió más débil,
más entrecortada. El miedo me golpeó como una bofetada. Pulsé el botón de
llamada con manos temblorosas. En segundos, una enfermera entró corriendo.
No hizo falta que dijera
nada. Lo vi en su expresión. Algo iba mal. Muy mal.
Poco después llegó el
médico. Entró rápido, con el gesto tenso, sin perder tiempo en palabras. Mi
bebé apenas respiraba. En cuestión de minutos, lo sacaron de la habitación y lo
llevaron a la UCI. Yo me quedé atrás, paralizada. Como si me hubieran arrancado
el corazón.
La bronquitis se había
complicado con una neumonía. Lo escuché decirlo, con ese tono contenido que
usan los médicos cuando intentan no sembrar más desesperación. Pero no
necesitaba explicaciones. La gravedad colgaba en el aire como un puñal.
Le pusieron un respirador.
Le administraron antibióticos. Hicieron todo lo posible. El médico vino a
hablar conmigo. Dijo que las posibilidades eran muy pocas. Me miraba con
respeto, pero también con tristeza. Yo no podía responderle. Solo lo miraba.
Mis ojos ya no tenían lágrimas, solo incredulidad. Me dejé caer sobre una
silla. Sentí que todo el mundo se apagaba a mi alrededor, menos el recuerdo de
su llanto, su calor, su olor.
Tres días. Tres días
interminables. Viví en los pasillos del hospital, entre la sala de espera y la
puerta de la UCI. No comí. Apenas dormí. Solo rezaba, en silencio. Observaba
cada gesto del personal médico, cada palabra del doctor que, lo notaba, también
estaba afectado. Él volvía, una y otra vez. Se detenía frente al monitor,
ajustaba algo, observaba con ojos de alguien que no solo hacía su trabajo, sino
que se lo tomaba como algo más.
Y entonces, una mañana,
sucedió. Una enfermera me llamó. Caminé con el corazón en la garganta. Al
entrar, el médico me miró y sonrió, apenas. Solo con los ojos.
—Está respirando por sí
solo.
No entendí las palabras de
inmediato. Pero algo dentro de mí sí lo entendió. El cuerpo me tembló, me llevé
las manos a la boca. Y entonces, por fin, lloré. Lloré sin miedo. Lloré de
alivio.
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