domingo, 28 de septiembre de 2025

Las noches que no dormí

 

La habitación estaba en silencio. Solo se oía su respiración agitada, irregular. Mi bebé —de apenas dos meses— dormía con los ojos cerrados, aunque no sé si lo llamaría dormir. En su pecho diminuto se notaba el esfuerzo que hacía por cada bocanada de aire. Una mascarilla de oxígeno le cubría parte del rostro, demasiado grande para una carita tan pequeña.

No me había movido de su lado desde que entramos en este hospital. Inclinada sobre su cuna, le acariciaba la frente una y otra vez, como si eso pudiera aliviar su dolor. Con la otra mano, no dejaba de sostener la suya. Tenía miedo de soltarlo. Como si hacerlo significara perderlo.

Lo había traído dos días atrás. Bronquitis alérgica grave, dijeron. Le pusieron medicación enseguida, pero nada parecía funcionar. Seguía igual, quizás peor. Yo lo sabía, lo sentía. Y sin embargo, no podía hacer nada. Nunca en mi vida me sentí tan impotente.

El médico entró. Lo había visto ya varias veces, siempre con expresión seria, pero humana. Se detuvo junto a nosotros.

—¿Cómo está? —preguntó con voz baja.

Lo miré a los ojos. Tenía tanta rabia contenida, tanto miedo, que mis palabras salieron solas, como un látigo.

—¡Dígamelo usted, doctor!

Sé que lo descolocó mi respuesta. Pero no podía más. No quería esperanzas vacías, no quería palabras suaves. Solo la verdad.

Él me explicó que habían hecho todas las pruebas necesarias, que la medicación era la correcta, que quizás en unos días comenzaría a mejorar. Asentí, sin decir mucho más.

—Esta noche estaré de guardia —añadió—. Si necesita algo, no dude en llamarme.

—Sí… lo haré —le dije casi en un susurro, sin apartar la vista de mi hijo.

Cuando se fue, el silencio volvió. Un silencio que dolía. Sentí cómo el miedo se instalaba en mi pecho como una piedra.

No sé cuánto tiempo había pasado. Las horas eran densas, inmóviles. Yo seguía allí, vigilando cada movimiento de su pecho, cada leve sonido que emitía. Entonces, algo cambió. Fue casi imperceptible, pero lo supe al instante: su respiración se volvió más débil, más entrecortada. El miedo me golpeó como una bofetada. Pulsé el botón de llamada con manos temblorosas. En segundos, una enfermera entró corriendo.

No hizo falta que dijera nada. Lo vi en su expresión. Algo iba mal. Muy mal.

Poco después llegó el médico. Entró rápido, con el gesto tenso, sin perder tiempo en palabras. Mi bebé apenas respiraba. En cuestión de minutos, lo sacaron de la habitación y lo llevaron a la UCI. Yo me quedé atrás, paralizada. Como si me hubieran arrancado el corazón.

La bronquitis se había complicado con una neumonía. Lo escuché decirlo, con ese tono contenido que usan los médicos cuando intentan no sembrar más desesperación. Pero no necesitaba explicaciones. La gravedad colgaba en el aire como un puñal.

Le pusieron un respirador. Le administraron antibióticos. Hicieron todo lo posible. El médico vino a hablar conmigo. Dijo que las posibilidades eran muy pocas. Me miraba con respeto, pero también con tristeza. Yo no podía responderle. Solo lo miraba. Mis ojos ya no tenían lágrimas, solo incredulidad. Me dejé caer sobre una silla. Sentí que todo el mundo se apagaba a mi alrededor, menos el recuerdo de su llanto, su calor, su olor.

Tres días. Tres días interminables. Viví en los pasillos del hospital, entre la sala de espera y la puerta de la UCI. No comí. Apenas dormí. Solo rezaba, en silencio. Observaba cada gesto del personal médico, cada palabra del doctor que, lo notaba, también estaba afectado. Él volvía, una y otra vez. Se detenía frente al monitor, ajustaba algo, observaba con ojos de alguien que no solo hacía su trabajo, sino que se lo tomaba como algo más.

Y entonces, una mañana, sucedió. Una enfermera me llamó. Caminé con el corazón en la garganta. Al entrar, el médico me miró y sonrió, apenas. Solo con los ojos.

—Está respirando por sí solo.

No entendí las palabras de inmediato. Pero algo dentro de mí sí lo entendió. El cuerpo me tembló, me llevé las manos a la boca. Y entonces, por fin, lloré. Lloré sin miedo. Lloré de alivio.


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