martes, 30 de septiembre de 2025

Vermut en la playa

Como cada viernes, bajé al bar de Sergio, aquel rincón junto al mar donde la brisa huele a sal y a memoria. Allí, donde el vermut se sirve con olivas y silencios, aún flota el eco de su risa. Julia. La mujer que fue —y será siempre— la costura invisible de mi alma. Solíamos venir a esta pequeña playa, escondida entre un pinar susurrante y acantilados que se alzaban como centinelas de piedra. Su belleza discreta nos bastaba. Allí, entre el rumor de las olas y el canto lejano de las gaviotas, nos sentíamos a salvo del mundo. Julia era luz: alta, de ojos color cielo limpio, piel dorada por el sol y una melena rojiza que caía en cascada, como fuego domesticado por el viento. Cuando caminaba, el aire mismo parecía detenerse para admirarla. Me costaba aceptar que las miradas se clavaran en ella como agujas invisibles —hombres y mujeres por igual— y mi celosa inquietud emergía sin aviso. Entonces, ella sonreía, divertida, y me envolvía con esos brazos arqueados que eran mi único templo. Nos gustaba ver a los niños construyendo castillos de arena, sus manos moldeando reinos efímeros que la marea venía a borrar. A veces, jugábamos con ellos, y reíamos como si no existiera otra urgencia que sostener la risa un segundo más. Pero aquel viernes —el último viernes— la calma tenía filo. El mar estaba quieto, tan quieto que parecía dormido. Nada anunciaba el desastre que se avecinaba. Desde el horizonte, surgió un velero tambaleante, mecido con torpeza por un oleaje inexistente. Algo no encajaba. Se acercaba al acantilado con la fatal determinación de quien no tiene ya voluntad propia. La playa entera enmudeció. Un hombre a mi lado observaba la escena con unos prismáticos. Se los pedí, movido por una curiosidad que aún no entendía del todo. Al enfocar el casco del velero, el mundo se congeló. Allí, en letras rojas aún chorreantes, leí un nombre que me desgarró: "Julia". La pintura parecía fresca, recién escrita por manos desesperadas. Un escalofrío recorrió mi columna. Julia me arrebató los prismáticos, miró… y su grito desgarró el aire como una bandada de aves asustadas. Los gemelos cayeron al suelo. Ella corrió. Corrimos detrás de ella, impotentes. El velero impactó contra las rocas y estalló en astillas y espuma. Entre los restos, flotaba un cuerpo. Una mujer. Parecía ella. Otra ella. Sin dudarlo, Julia se lanzó desde el acantilado. Entonces el mar, que antes dormía, despertó con violencia. Un remolino oscuro se tragó ambas figuras. Y una niebla espesa descendió, envolviendo la mañana en una oscuridad que no era de este mundo. Desde entonces, todo cambió. Pasaron los años. La playa siguió. El bar de Sergio también. Pero yo, cada viernes, sigo ocupando nuestra mesa vacía. Hasta que un día la vi. Entre la gente del paseo, como un espejismo: Julia. Caminaba cogida de la mano de una adolescente que era su reflejo perfecto. Al pasar junto a mí, me miró con tristeza en los ojos, una tristeza sin edad. Quise alcanzarla. Levantarme. Gritar su nombre. Pero ya no estaba. ¿Fantasía? ¿Realidad? Quizá el mar se llevó la respuesta para siempre.

domingo, 28 de septiembre de 2025

Las noches que no dormí

 

La habitación estaba en silencio. Solo se oía su respiración agitada, irregular. Mi bebé —de apenas dos meses— dormía con los ojos cerrados, aunque no sé si lo llamaría dormir. En su pecho diminuto se notaba el esfuerzo que hacía por cada bocanada de aire. Una mascarilla de oxígeno le cubría parte del rostro, demasiado grande para una carita tan pequeña.

No me había movido de su lado desde que entramos en este hospital. Inclinada sobre su cuna, le acariciaba la frente una y otra vez, como si eso pudiera aliviar su dolor. Con la otra mano, no dejaba de sostener la suya. Tenía miedo de soltarlo. Como si hacerlo significara perderlo.

Lo había traído dos días atrás. Bronquitis alérgica grave, dijeron. Le pusieron medicación enseguida, pero nada parecía funcionar. Seguía igual, quizás peor. Yo lo sabía, lo sentía. Y sin embargo, no podía hacer nada. Nunca en mi vida me sentí tan impotente.

El médico entró. Lo había visto ya varias veces, siempre con expresión seria, pero humana. Se detuvo junto a nosotros.

—¿Cómo está? —preguntó con voz baja.

Lo miré a los ojos. Tenía tanta rabia contenida, tanto miedo, que mis palabras salieron solas, como un látigo.

—¡Dígamelo usted, doctor!

Sé que lo descolocó mi respuesta. Pero no podía más. No quería esperanzas vacías, no quería palabras suaves. Solo la verdad.

Él me explicó que habían hecho todas las pruebas necesarias, que la medicación era la correcta, que quizás en unos días comenzaría a mejorar. Asentí, sin decir mucho más.

—Esta noche estaré de guardia —añadió—. Si necesita algo, no dude en llamarme.

—Sí… lo haré —le dije casi en un susurro, sin apartar la vista de mi hijo.

Cuando se fue, el silencio volvió. Un silencio que dolía. Sentí cómo el miedo se instalaba en mi pecho como una piedra.

No sé cuánto tiempo había pasado. Las horas eran densas, inmóviles. Yo seguía allí, vigilando cada movimiento de su pecho, cada leve sonido que emitía. Entonces, algo cambió. Fue casi imperceptible, pero lo supe al instante: su respiración se volvió más débil, más entrecortada. El miedo me golpeó como una bofetada. Pulsé el botón de llamada con manos temblorosas. En segundos, una enfermera entró corriendo.

No hizo falta que dijera nada. Lo vi en su expresión. Algo iba mal. Muy mal.

Poco después llegó el médico. Entró rápido, con el gesto tenso, sin perder tiempo en palabras. Mi bebé apenas respiraba. En cuestión de minutos, lo sacaron de la habitación y lo llevaron a la UCI. Yo me quedé atrás, paralizada. Como si me hubieran arrancado el corazón.

La bronquitis se había complicado con una neumonía. Lo escuché decirlo, con ese tono contenido que usan los médicos cuando intentan no sembrar más desesperación. Pero no necesitaba explicaciones. La gravedad colgaba en el aire como un puñal.

Le pusieron un respirador. Le administraron antibióticos. Hicieron todo lo posible. El médico vino a hablar conmigo. Dijo que las posibilidades eran muy pocas. Me miraba con respeto, pero también con tristeza. Yo no podía responderle. Solo lo miraba. Mis ojos ya no tenían lágrimas, solo incredulidad. Me dejé caer sobre una silla. Sentí que todo el mundo se apagaba a mi alrededor, menos el recuerdo de su llanto, su calor, su olor.

Tres días. Tres días interminables. Viví en los pasillos del hospital, entre la sala de espera y la puerta de la UCI. No comí. Apenas dormí. Solo rezaba, en silencio. Observaba cada gesto del personal médico, cada palabra del doctor que, lo notaba, también estaba afectado. Él volvía, una y otra vez. Se detenía frente al monitor, ajustaba algo, observaba con ojos de alguien que no solo hacía su trabajo, sino que se lo tomaba como algo más.

Y entonces, una mañana, sucedió. Una enfermera me llamó. Caminé con el corazón en la garganta. Al entrar, el médico me miró y sonrió, apenas. Solo con los ojos.

—Está respirando por sí solo.

No entendí las palabras de inmediato. Pero algo dentro de mí sí lo entendió. El cuerpo me tembló, me llevé las manos a la boca. Y entonces, por fin, lloré. Lloré sin miedo. Lloré de alivio.


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